Me despierto sobresaltada. Una
vez más el subconsciente me la ha vuelto a jugar mostrándome imágenes de lo que
intuyo que pudo ser el accidente de mi hijo. Me dijeron que había chocado
contra alguien que se dio a la fuga, un coche lo lanzó por los aires y su
cuerpo golpeó contra el asfalto, muriendo en el acto por la inconsciencia de no
querer llevar puesto el casco en verano. Mi hijo era tan inconsciente a sus
dieciséis años…
Me levanto de la cama a duras
penas como cada mañana, me miro en el espejo y me veo cada vez más demacrada. A
mis treinta y cuatro años parece que tenga cincuenta. Por suerte no tengo canas
porque mi inapetencia por todo ha hecho que me descuide de tal manera que de
seguro tendría el pelo blanco sin que me importara.
Mi rutina diaria siempre es la
misma: desayuno un café con leche, me pongo cualquier cosa de ropa y me dirijo
a la biblioteca de mi pueblo, donde paso la mañana leyendo cualquier cosa hasta
que las tripas me empiezan a crujir y por vergüenza, salgo de allí, me como un
bocadillo en el bar de enfrente y vuelvo a entrar… hasta que cierran. Entonces
llego a mi casa, me ducho, miro un poco la televisión sin prestar atención a
nada, me tomo mis pastillas para dormir, y me voy a la cama.
Así desde hace un año. Así desde
que perdí al amor de mi vida, mi hijo Daniel.
Y esa mañana no es diferente.
Tras mirarme al espejo e intentar peinar el pelo que no sé los días que hace
que no lavo, me tomo el café y me coloco unos vaqueros que me están enormes y
una camiseta de tirantes. Antes de salir de casa me vuelvo a mirar al espejo,
sé que parezco algo raro, pero no tengo ganas de ir a comprarme ropa y con lo
mal que como se me está quedando todo enorme.
— Buenos días. – saludo con un
hilo de voz al bibliotecario.
— Buenos días, Patricia. – me
responde jovial — ¿Hoy por qué nos decantamos: romántica, histórica…? – Trata
de ser amable, de que cambie la cara, pero es inútil.
Lo miro y apenas puedo emitir
una mueca. Entro y me dirijo al pasillo de novela. Me quedo observando y me
llama la atención uno que parece ser nuevo. Creo que conozco cada libro de la
biblioteca, cual es su posición y hasta el número de identificación. Lo cojo y
me siento en una mesa individual y me cobijo entre el paraban para evitar ser
vista. Abro el libro y empiezo a leer:
“Patricia no sabía qué hacer con su vida. Desde pequeña le había gustado
ayudar a la gente y pensó que el trabajo de enfermera sería lo mejor para ella.
Por un lado no era tan buena estudiante como para sacarse la carrera de
medicina, pero por otro, sería una manera de salvar gente aunque fuera como
ayudante.”
Cierro el libro y noto que a
pesar de estar sentada, me tiemblan las piernas. Vale que el nombre de la
protagonista de una novela sea el mismo que el mío pero, ¿enfermera? Es más, si
estudié enfermería fue precisamente por lo mismo que esa chica, porque pensé
que medicina sería demasiado para mí. Abro el libro y sigo leyendo, intrigada.
“Patricia era una joven alocada. A los diecisiete años se quedó
embarazada de su novio, un joven que la engatusó de tal manera que la llevó a
hacer las peores locuras y que cuando se enteró de que iba a ser papá,
desapareció del mapa. Patricia ni siquiera llegó a saber nunca dónde vivía para
haber ido a su casa a decirle a sus padres la clase de prenda que tenían por
hijo. Se tuvo que tragar ella solita el contárselo a sus padres, quienes la
apoyaron en todo momento y la ayudaron cuando empezó sus estudios.
La
vida le iba bien, no necesitaba a un hombre a su lado para ser feliz ni quería
tenerlo. Era feliz con su hijo y le encantaba verlo crecer y pasar cada minuto
del día que tenía libre con él.
Cuando
empezó a trabajar en el hospital, tuvo que contratar a una niñera que se
hiciera cargo de Daniel cuando sus largas jornadas la impedían hacerlo ella. Lo
pasaba mal porque deseaba criar ella a su hijo sobre todas las cosas, pero su
trabajo la llenaba tanto que llegó a sentirse realizada compaginando su vida de
madre y mujer trabajadora, aunque estando sola le costara más trabajo que de
haber tenido una pareja.
Lo
cierto es que no dejaba que nadie se acercara a ella. Eloy, uno de los médicos
más prestigiosos del hospital, le tiraba los trastos continuamente, pero, a
pesar de que era un hombre guapísimo, de pelo negro y ojos castaños intensos,
ella ignoraba sus comentarios haciéndose la ingenua y despistada.”
“Pero, ¿qué coño…?”, no puedo
evitar decir en voz alta. Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que un señor
de unos sesenta años me mira como diciendo “vaya boquita”, pero excepto él,
nadie más parece haberse dado cuenta, y la verdad, poco me importa. ¡No puede
ser que se trate de Eloy Hernández! ¡No puede ser que el libro que estoy
leyendo narre mi vida!
Paso las páginas hacia delante
sin saber qué quiero encontrar, a dónde me va a llevar la lectura. Un sudor
frío empieza a invadirme y siento que me tiembla todo el cuerpo. Tal vez esta
vez debería coger el libro y llevármelo prestado a mi casa, leerlo en un lugar
más íntimo, porque desde luego en la biblioteca me estoy poniendo muy nerviosa
y empiezo a sentirme observada, sin motivo alguno pero ¿acaso alguien más habrá
leído ya este libro? De pronto me doy cuenta de que lo he cogido sin apenas
mirar el título, ni siquiera cuando lo cerré de golpe. “El libro de Patricia”,
qué original, pero, no tengo por qué ser yo, ¿no? ¿Cuántas Patricias habrá en
el mundo que hayan sido enfermeras y que hayan trabajado para un médico llamado
Eloy? Eso no significa nada.
Aun así, cojo el libro y me
dirijo cabizbaja al mostrador.
— ¿Te lo vas a llevar, Patri? –
me pregunta el bibliotecario, asombrado porque creo que es la primera vez que
saco un libro de la biblioteca y cogiéndose demasiada confianza, una
familiaridad que a pesar de que yo no he puesto de mi parte para que se la
coja, llevar un año yendo allí todos los días es inevitable que él haya
adquirido.
— Esto… sí, me lo llevo. – digo,
con un hilo de voz. Estoy inquieta y no quiero que se me note, pero me muero de
ganas de llegar a mi casa y seguir leyendo el libro, tumbada en mi cama y sin
nadie a mi alrededor.
— Bien, en ese caso, ¿me das tu
carnet de la biblioteca?
— Sí, claro. – contesto,
sacándolo de mi cartera. Ni siquiera había reparado en eso por la falta de costumbre.
En cuanto llego a mi piso, dejo
el bolso colgando sobre una silla del comedor y sin dilación, me tumbo en la
cama y abro el libro por donde me he quedado.
“Todo
empezó a cambiar cuando destinaron a Patricia al piso de oncología. Su carácter
jovial y extrovertido se fue menguando poco a poco. Su empatía, la hacía sufrir
con cada pérdida y realmente acompañaba en el sentimiento a las familias
afectadas. Aun así, cada mañana entraba en la habitación que le tocaba
administrar la medicación con una enorme sonrisa en los labios y un “Buenos
días” que animaba a los pacientes en sus últimos momentos.
Eloy
aprovechaba entre paciente y paciente para tratar de verla, ya que ahora
trabajaban en plantas distintas, ya que él era traumatólogo, y siempre que
podía conseguía convencerla para que aunque fuera solo eso, tomara un café de
máquina con él. Pero por más que insistía, quedar a cenar con él se le
resistía. Patricia siempre ponía de excusa que tenía un hijo del que hacerse
cargo, pero su hijo cada vez era más mayor, y cada vez necesitaba menos sus atenciones.
—
¿Cuándo vas a empezar a vivir, rubia pelihrosa? – le preguntó un día Eloy, pues
así es como la llamaba, cansado de que lo rechazara, pese a que veía en sus
ojos que se sentía atraída por él. De no ser así no habría insistido, pero lo
que sus labios decían, no era lo que sus ojos mostraban.
—
No sé a qué te refieres, yo vivo mi vida a mi manera ¿Acaso te he dicho a ti
como debes vivir la tuya? – contestó Patricia, malhumorada.”
“Joooodeeeeer”, expreso,
sentándome en la cama de un salto. Recuerdo esa conversación. Eloy no entendía
que yo no quisiera tener pareja. Claro que me moría por él, estaba enamorada y
lo sabía, pero también estaba demasiado acostumbrada a vivir sola con mi hijo y
temía que meter a un hombre en su vida no le sentara bien. De pronto las
lágrimas salen de mis ojos sin pedir permiso cuando me viene a la cabeza que ni
siquiera se lo llegué a preguntar nunca. Estábamos tan bien los dos… Por mucho
que me gustara un hombre, llegaba a casa y era toda para mi hijo, y siempre
pensé que a sus dieciséis años, aunque él empezara a hacer su vida fuera de
casa, con sus amigos, sus novietas y demás, para él sería muy fuerte verme con
un hombre. Ahora, nunca sabré qué habría pensado, pues siempre me negué a salir
con Eloy. “¿Qué habrá sido de su vida?”, pienso recordando viejos tiempos.
Miro la portada del libro, la
solapa y la contraportada en busca de un nombre de autor, pero no hay más que
un bonito paisaje que no dice mucho y el título. Cada vez estoy más convencida
de que el libro narra mi vida, pero no consigo entender por qué.
“—
A mí no me parece que vivas tu vida, ¿quieres saber lo que opino? – preguntó el
doctor.
—
Dime, ¿qué es eso tan interesante que opinas? – le encaró Patricia.
—
Opino que en lugar de vivir tu propia vida, estás viviendo la vida de tu hijo,
y que tarde o temprano tu hijo se irá, te dejará sola y lamentarás todo el
tiempo que has perdido. Serás mayor, y le echarás en cara los años que le has
dado para que luego él no sea capaz de agradecértelo porque ¿sabes una cosa? Eso
es lo que hacen los hijos.
—
¿Cómo te atreves a…? ¿Qué sabrás tú lo que hacen los hijos? ¿Es que tienes
alguno del que no me hayas hablado?
—
No, pero he sido hijo y sé lo que pasa, y tú también deberías saberlo.
Esa
fue la última conversación que tuvieron médico y enfermera. Desde ese día, si
se veían se saludaban, Eloy le lanzaba miradas furtivas y ella trataba de
olvidar lo que sentía por él, pues nunca cambiaría de opinión y lo mejor era
estar cuanto más lejos, mejor.
Daniela,
una enferma de cáncer de mamá, ingresó cuando Daniela llevaba tres años en
oncología, al poco de que discutiera con su exmédico favorito. Era el tercer
cáncer que le sacaban y su cura era dudosa. Pese a todo, Daniela tenía unas
ganas de vivir y una alegría contagiosa que contaminó a la que empezaba a estar
harta de su trabajo. Cuando Patricia vio su historial, sabía que le quedaba
poco e intentó hablar con el marido, que no parecía creer que su mujer no
pudiera salir de esa. Si ya había salido en dos ocasiones…
Poco
a poco fue conociendo a Daniela. Cada vez que entraba a suministrarle su
medicación, la enferma le contaba una anécdota de su vida, de tal forma que ya
sabía que tras intentar durante tres años tener hijos sin que ninguno quisiera
reconocer su esterilidad, al final se habían hecho las pruebas y resultó que
los dos tenían problemas. También sabía que su madre había fallecido de cáncer
de colón a los cincuenta años y que su padre no había conseguido asumirlo, por
eso no iba a verla al hospital, puesto que le recordaba tanto lo vivido con su
mujer y se resistía a aceptar que a su hija le fuera a pasar lo mismo.
El
caso es que pese a las ganas de vivir de Daniela, tampoco le tenía miedo a la
muerte, y eso sacaba de quicio a su marido.
—
¿Te puedes creer que haya aceptado que va a morir sin que le importe? – le dijo
una vez el marido, Alfonso, a Patricia, mientras tomaban un café en la sala de
estar.
—
Yo no creo que no le importe, pero sí que trata de hacerte ver que pase lo que
pase, ella estará bien, y lo que quiere es que tú también estés bien. –
Patricia había empezado a tutear a la pareja al poco de conocerlos, tal era la
intimidad que sin pretenderlo, se estaba forjando.
—
Pero, ¿cómo podré estar bien sin ella? – preguntó Alfonso, con lágrimas en los
ojos.
Ella
sabía que cuando llegara el final lo pasaría mal, pero no podía evitar pasar
todos los ratos que podía en la habitación junto a Daniela. Su optimismo la
contagiaba y ella estaba consiguiendo olvidar que estaba en un pabellón que
odiaba, solo por esa amistad con fecha de caducidad que de sobra sabía que
pronto terminaría.
Un
día, Eloy pasaba junto a la habitación de Daniela y las escuchó hablar y reírse
juntas. Se quedó parado observando desde la rendija que habían dejado abierta.
Movió la cabeza a un lado y otro dándose cuenta del mal que estaba haciendo su
enfermera favorita, porque la conocía, sabía la empatía que sentía por los
demás, y sabía que a esa paciente le quedaba poco.
De
nuevo volvió a buscarla el médico y una vez más ella lo rechazó, aunque cada vez
le resultaba más difícil. Trató de convencerla de que se distanciara de la
paciente pero ella se negó en rotundo, la consideraba su amiga y estaría con
ella hasta el final.
Y
el trágico día llegó. Daniela estaba muy mal, apenas podía respirar, llevaba dos
días sin hablar. El cáncer se le había extendido a los pulmones y le quedaba
poco. Había que acelerar su sufrimiento y acabar con su agonía”.
Se me saltan las lágrimas ante
el recuerdo. Ya no me importa saber quién ha escrito un libro sobre mi vida,
ahora lo que siento es la tristeza por la muerte de una persona que creí
olvidada, puesto que una pena mayor me invade desde hace una año y tras la cual
he dejado de ser persona. Daniela era tan alegre, ¿por qué tiene que morir
gente así? ¿Por qué tuvo que perder la vida mi hijo con tan solo dieciséis años
cuando tenía toda su vida por delante?
Me levanto de la cama y me meto
en la ducha. Por primera vez en mucho tiempo siento que necesito sentir el agua
cayendo sobre mi cuerpo. Me lavo el pelo y salgo de la ducha chorreando. Me da
igual que vayan cayendo gotas por el suelo, lo que quiero es volver a coger el
libro que ahora sé que está contando mi vida y seguir leyéndolo. ¿Hasta dónde
habrá escrito, quienquiera que lo haya hecho, sobre mí?
Y así paso toda la noche, sin
dormir, leyendo sobre el último día de Daniela, cómo intenté hacerle entender a
su marido que si la sedaba se acabaría antes su sufrimiento, pese a que su vida
también se fuera con ello. A pesar de que su médico se lo recomendó él se
aferraba a ella y se negaba a aceptar que su mujer se iba.
Al final tuve que hacerlo. La
miré a los ojos y le dije cuánto la quería, que nunca la olvidaría y que estaba
segura de que dondequiera que fuera su alma, sería feliz y dejaría de padecer
el tormento de la enfermedad.
Nunca podré olvidar la
despiadada mirada de Alfonso cuando salí de la habitación. Desde fuera, lo vi
aferrarse al cuerpo inerte de su mujer, y cuando mis lágrimas no pudieron
evitar salir y estuve a punto de desfallecer, unos cálidos brazos me sujetaron
y me sacaron de allí.
Una cosa tenía clara, nunca más
volvería a trabajar de enfermera.
Después de aquel fatídico día, y
pese a los intentos de Eloy por que no dejara el trabajo, pedí el despido y
empecé a cobrar el paro mientras buscaba otra cosa, algo en lo que no sufriera
mi corazón, porque ver morir a gente joven era insoportable para mí. Conseguí
trabajo en un centro de mayores y aunque de antemano sabía que a ellos también
les llegaría el final tratando conmigo, al menos eran personas que pasaban de
los ochenta y me concienciaba en que ya habían vivido bastante. No quiere decir
que no lo pasara mal, pero había acabado aceptando que si quería dedicarme a mi
trabajo, de una forma u otra sufriría, y esa era la menos dolorosa.
Leo esos años en “El libro de
Patricia” sin evitar recordar a Daniela, a su marido, y sobre todo, a Eloy. Me
parece que hace tanto de ello…Y sigo leyendo, porque mi vida aún no ha
terminado, y el libro tampoco.
Cuando llego al día en el que me
despedí de mi hijo por última vez la mañana del once de Abril de hace poco más
de un año, el pulso se me acelera y el corazón quiere salirse de mi pecho.
“Patricia
recibió una llamada del hospital en el que había estado tantos años trabajando.
Era Eloy, pero su voz no parecía que quisiera proponerle nada bueno, más bien
denotaba lo contrario. Cuando le dijo que su hijo había llegado en estado
crítico tras un accidente de moto, Patricia corrió hacia el hospital sin saber
ni lo que hacía. Era como un cuerpo que actúa por instinto y una vez allí no
conseguía recordar nada desde la última llamada telefónica, pues en todo
momento no había dejado de pensar qué le habría pasado a su hijo.
Pero
cuando llegó ya era tarde. Más bien, habría sido tarde llegara cuando llegara,
puesto que unos minutos después se enteró de que su hijo había fallecido en el
acto tras el impacto de la cabeza en el suelo, después de ser despedido de su
moto por un coche que salió de la nada, lo arroyó, y se dio a la fuga.
Patricia
empezó a golpear el cuerpo de Eloy enfadada porque no le había dicho la verdad
por teléfono, aunque más bien estaba enfadada con el mundo entero, por
arrebatarle lo que más quería.
Nunca
volvió a sonreír, dejó de trabajar en la residencia de ancianos y cuando cobró
la indemnización por el accidente de su hijo, solo pudo darse cuenta de lo
irónica que era la vida. En ese momento tenía dinero de sobra para vivir sin
trabajar, pero lo que menos quería era precisamente vivir. ¿Para qué si ya no
estaba la persona con la que compartía su vida, su niño, su tesoro más
preciado?”
Cierro el libro sin dejar de
llorar, no quiero leer más. Desde luego esto empieza a parecerme una broma de
mal gusto. Seguro que se trata de alguien asiduo a la biblioteca, como yo, que
sabe demasiado de mi vida no sé por qué y que se ha divertido escribiéndola. Al
menos me he llevado el libro a casa y no le he dado el gusto de que me vea
llorar al recordar cosas que había decidido olvidar. Porque desde hace un año
ya nada me importa.
Me lavo la cara por refrescarme
los ojos ya que llevo toda la noche sin dormir y decido seguir con mi vida como
siempre, no quiero que el libro influya en nada, ¡no tiene por qué cambiar
nada!
Me tomo mi café con leche, me
coloco un vestido que me hace parecer un saco de patatas y me dirijo a la biblioteca
con el libro en el bolso dispuesta a devolverlo.
¿QUIERES SEGUIR LEYENDO Y CONOCER LE FINAL? PUES TÚ ELIGES:
OPCIÓN A: FINAL ROMÁNTICO
OPCIÓN B: FINAL TRÁGICO
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